Las amapolas también lloran

Antes lo único que hacíamos era recoger setas: de chopo, de cardo, patas de perdiz, rebollones, etc. A veces íbamos a la noguera del tío Paco, y nos llevábamos quilos y más quilos de nueces. Las niñas eran muy felices, solo hacían que reír, correr, jugar y vivir. Competían a ver quienes conseguían más cantidad de setas. Locas iban entre los pinos, rebuscando en la tierra y arrancando los frutos de la lluvia. Luego llegaron las riñas, las barallas y las peleas. Después de años de tranquilidad, de canastos repletos de boletus y bolsas de vid, los hematomas cubrieron mi piel y llegó el pavor de convertirme en abono para los campos de amapolas que rodeaban nuestra casa. Las lágrimas de mi vida alimentaron esos terrenos yermos, de donde nacieron las flores más tristes y brillantes de todo el pueblo.

- ¿Recuerdas cuando jugábamos por estas pinadas? – dice con una sonrisa melancólica. Un sinfín de recuerdos se abalanzan sobre ella.

- Claro, como olvidarlo. Pasamos parte de nuestra juventud aquí, saltando como cabras.

- Y todo el día gritando: ¡Mira mamá una seta! ¡mira mamá una seta! ¡mira mamá una seta! – dice imitando su voz de cuando era una cría.

- Que pesadas que éramos… – dice mientras se le escapa una fina lágrima. Inspira el húmedo aroma que las envuelve y solloza.

- Yo también la echo de menos, ¿lo sabes? – dice cogiéndole por los hombros.

- Sí, lo sé. Pero odio no poder recordar nada de ella. No nos queda nada. No tenemos fotos suyas, ropa, libros… Ni si quiera me acuerdo de su aspecto. Al menos no con claridad.

- Es normal Sabine. Han pasado ya quince años y tú eras muy pequeña cuando murió.

- ¡Querrás decir cuando él la mató! – grita. Los pájaros se escapan de las copas de los árboles, asustados.

- No quiero hablar de él Sabine, ahora no, por favor.

- Lo siento Taima – dice abrazándola.

Las hermanas lloran, sosteniéndose la una a la otra con fuerza. Sienten que se desvanecen. Son muchos los recuerdos que se les vienen encima. Esos aromas olvidados, ese viento frío y punzante, los sonidos de los árboles, los ciervos bramando… todo lo que tuvo vida, brillo y esperanza, se tiñó de rojo, de sangre, de sufrimiento y muerte. El cadáver de su madre fue el fertilizante de esos terrenos. Sus brazos se enredan en sus cuerpos, buscando el calor de una madre que nutrió las rojizas ababas con su vida.

Comentarios

  1. La infancia de las niñas me recuerda a la mia jajaja
    Esta claro que no te gusta el fertilizante que venden en las tiendas porque ya es la segunda ver que usas a una persona como tal jajaja

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