Una vida tatuada

Mi abuela era una mujer muy reservada para todo lo que había vivido en su vida. Y no fue hasta su muerte hasta que la conocí correctamente. Heredé sus diarios y para mi sorpresa, todos estaban llenos de aventuras, idilios y noches de tinta sobre la piel.

Recuerdo la última vez que pasé algo de tiempo con ella. Pelábamos patatas para la cena. Mientras, mi abuelo dormía en el sofá y los perros correteaban por la casa. Mi abuela se mostraba serena en su quehacer y yo pensé, que vida tan aburrida ha tenido mi iaia. Que equivocaba que estaba.

A primera vista mi abuela parecía una mujer de lo más corriente, pero la realidad es que no lo era. Según sus diarios, tenía siete tatuajes en su cuerpo y creo que nadie de la familia los vio nunca. Se los maquillaba y cuando hacía el amor con mi abuelo lo hacían con la luz apagada y ella siempre se quedaba semivestida.

Tenía tatuada una sirena en el tobillo, una herradura en la nuca, una rosa entre los pechos, un anillo en el dedo anular (bajo su sortija de matrimonio), una estrella detrás de la oreja, un infinito en la muñeca y una bella mujer abatanando un tejido bajo la luna en la nalga izquierda. Tuve la oportunidad de ver esos tatuajes en fotografías y ver las hendiduras de la piel, las arrugas, que le daban un carácter más poderoso e interesante.

Nadie sabía que la iaia estaba enferma, nadie sabía que había estado prometida antes de conocer al abuelo, nadie sabía que había tenido una hija fuera del matrimonio, que hablaba tres idiomas (alemán, chino y japonés) además del catalán y nadie sabía de sus tatuajes y que secretos escondían.

La sirena fue el primero. Se enamoró de un marinero cuando tenía catorce años y se tatuó el símbolo de su barco. La herradura fue por un caballo que tuvo que matar a los diecisiete porque había sido herido en un tiroteo. La rosa por su primera hija que tuvo a los dieciocho, la cual abandonó en un convento de monjas en Alemania. El anillo como compromiso con ella misma a los veinticinco, prometiéndose vivir una vida verdadera y llena. La estrella por las noches que vivió en Lisboa dónde conoció a su primer amante a los treinta y dos, el infinito se lo hizo a los cuarenta y nueve años cuando se dio cuenta de que tenía una enfermedad que estaba acabando con su vida, que la carcomía lentamente y, por último, la mujer junto al tejido, en homenaje a una mujer japonesa de la que se enamoró perdidamente a los cincuenta y tres y que encontró muerta un día en el piso que tenían alquilado para las dos.

Mi abuela murió muy joven, solo tenía sesenta y dos años cuando su corazón dejo de latir. Es muy triste que nunca la llegara a conocer bien, pero por otro lado me honra que quisiera compartir sus diarios conmigo, sus secretos y sus historias.

Hoy me hago mi primer tatuaje yo y es la frase con la que mi abuela terminó su último diario. L'iaia ja no hi és, però les meues històries t’acompanyaran sempre.


 Ilustración de Katsushika Oi, 1850.

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