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Mostrando entradas de 2010

Nuestro camino sin retorno

Fernando se resguarda en un cajero, situado cerca del club de tenis de Valencia. La noche es fría, tan fría que no siente su cuerpo. Dentro del cajero hay una anciana con dos perros. Los perros comienzan a gruñir, nada más pone él, un pie en el cajero. Fernando se echa hacía atrás, golpeándose con la puerta, que queda tras él cerrada, atemorizado. Los perros, agrestes, se encaran contra él, y este tiembla asustado. Parece un flan apunto de desintegrarse. Desde que tiene memoria le dan pánico los perros. Da igual que raza, tamaño o sexo del perro, todos le espantan, tanto, que con cinco años de edad comenzó a ir al psicólogo para tener una terapia “curativa” de este fenómeno (y otros muchos más). - Tranquilo joven, estos dos no hacen nada. Solo defienden su territorio. ¡Calmaos! – grita la anciana a pleno pulmón - Pimienta siéntate y tú, Canela, ven aquí – los dos perros obedecen al instante a la potente voz de su dueña, y se tumban a su lado, calentándola. La anciana sonríe, al ver d

Rubí

Helena sentía como sus ojos se le clavaban en la nuca, desgarrando sus entrañas. Una mirada fría y taciturna. Incluso podía sentir su respiración, cada vez más cercana. Tenía unos ojos verdes, como enormes jades, totalmente cristalinos, y eso, a Helena, le había enamorado de ella. Helena se giró lentamente, con pavor de cruzar las miradas ni en un único instante. Allí estaba, sin mover un solo centímetro de su pequeño cuerpo, con la mirada hundida sobre su rostro, penetrando dulcemente su alma. Un notable escalofrío recorrió el cuerpo de Helena, y veloz, salió del cuarto donde estaba ella. Helena corrió por el pasillo y se encerró en el baño, ese recorrido se le hizo eterno, y sintió las ligeras pisadas, de su acosadora, sobre su sombra. Nunca se hubiera imaginado, que esa delicada gatita, que le había regalado Alberto, le pudiera asustar tantísimo. Y no es que tuviera miedo de los felinos, no, era ese tremendo parecido a su difunta madre lo que le aterraba de verdad, no solo por la

Guantes de seda

- La última vez que estuve con Julieta fue hace dos noche. Esa noche se ha clavado con mil alfileres en mi memoria, recuerdo cada detalle como si lo estuviera viviendo ahora mismo. Julieta llevaba un vestido ligero, negro, con encajes transparentes en los dobladillos, un delicado chal color vino, esas sandalias que me vuelven tan loco, con alto tacón de madera, y su carmín de siempre, de intenso color sangriento. Llego con la sonrisa tímida, cubriendo sus relucientes dientes, la mirada esquiva, atenta más a las góndolas de las calles, que a mí. Eso me molesto mucho, pues hacía tiempo que no nos veíamos, y yo esperaba que se abalanzara sobre mí, y yo pudiera cubrir su delgado cuerpo con mis brazos, sintiéndola cada vez más cerca, protegiéndola, pues es mi pequeña, y yo, quería amarla como nunca. La lleve al restaurante más caro de Venecia, a Il sogno degli amanti, pues tenía mucho por lo que disculparme con ella. Pedí una botella de Pinot Grigio, pasta con salmón, ensalada de mariscos

Sin control

- ¿No te pasa, que cuando eres infeliz, odias a todo el mundo que es feliz? – le pregunta Matie a Elena, mientras le da un sorbo al espumoso capuchino, que acaba de traer la nueva camarera del café, al que van todos los viernes. - Siempre – afirma Elena con severidad, mientras corta en cuatro porciones exactas su bollo de crema pastelera. Con el cuchillo elimina la crema que se ha salido al cortarlo, y la aparta del plato, dejándola en un par de servilletas. - Es como si quisieran regodearse de su buen estado de ánimo, sin importarles a penas, que tú puedas estar hecho trizas. ¿Verdad? – dice mientras le mira con ojos pesarosos. - Incluso parece que quieran contagiarte su felicidad continuamente, compartiendo contigo, esas historias que no vienen al cuento, y te importan una verdadera mierda – dice indignada Elena, mientras estira su cabello, con su incomprensible tic nervioso – Como el otro día Sonia, que me contó en el trabajo el magnifico viaje que había tenido en Estambul, es

Constance

Aún se despierta cada noche Mathias, bañado en un sudor frío y espeso. Recuerda, como hace dieciocho años, en una noche calurosa del 24 de agosto de 1572, se dio muerte a más de tres mil protestantes en París, bajo las ordenes de la gélida mano de la religión católica, que respaldaba su masacre, como una purificación, donde se le arrancó el alma a los hugonotes, para erradicar al demonio que habitaba en sus cuerpos. - Mathias, despierta. Estabas teniendo otro mal sueño – dice Constance con voz fina y ligera – Está semana no has parado de sucumbirte en alarmantes pesadillas. ¿Qué es lo que te ocurre Mathias?, ¿algo te martiriza?– dice preocupada Constance. - ¡Oh madre!, otra vez me atormentaban las visiones de la matanza de San Bartolomé – dice entre sollozos el joven apuesto – Mis ojos podían ver la sombra de la muerte arrasando París, mis oídos los gritos de las almas arrancadas de sus cuerpos, y mis huesos sentir el calor del fuego del mismísimo infierno. - ¡Mathias! – grita en

El náufrago

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Soy Roberto Páremo, farero de profesión, hace tanto tiempo, que ya no lo recuerdo. Me dirijo a ti para contarte mi historia, bueno, realmente la historia de un hijo que el mar parió, de sus entrañas saladas, y también me lo arrebato, poniendo fin a mis únicos sueños en mi vida. Cada día miro la playa, desde el viejo faro, y recuerdo el día en que encontré a Leonardo, así lo bautice, en un soleado domingo, cuando el sol se posaba sobre nuestras cabezas. En esa inolvidable mañana se oían las lindas gaviotas, tantísimas sobrevolaban el cielo, que espesaban el mismo aire, y nos empapaban con sus plumas olvidadas. La mañana estaba tan clara, como nunca lo había estado. El aíre era fresco y limpio, el mar tranquilo, después de la fatídica tormenta, y el cielo esponjoso, como en los sueños de un niño pequeño. Leonardo estaba boca abajo, con sus ropas andrajosas, sobre la fría arena, cerca de los calamos de mi preciosa playa, que yo custodiaba y custodio, hasta el último día de mi vida. S

Amigas

¡Uf! Que resaca tengo de la cena de ayer – piensa Mamen mientras se despereza en una cama desconocida por ella - ¿Dónde coño estoy? – grita histérica. Mira por debajo de las mantas, para asegurarse que está vestida, y pone cara de alivio al ver que lleva un pijama de lo más antierótico, de osos amorosos. - ¡Tesoro deja de gritar, que Ramón está dormido! – dice Pilar – es que llego está mañana a las 7.30. ¡Ya sabes como se pone Cuenca cuando hay fiestas!. Dice que ha tenido que tirar a la gente del pub, por que no se despegaban de las sillas. Bueno, vamos a desayunar rápido, que tenemos mucha prisa – dice Pilar mientras recoge la ropa del cuarto. - Bien mujer... espérate un momento que vaya al baño y me refresque un poco, que estoy algo desorientada – dice Mamen levantándose de la cama lentamente. Parece como si fuera a vomitar en cualquier momento. Mamen entra al baño. Se mira en el espejo con asombro. ¡Hacía años que no pillaba una tan buena!. El pelo alborotado, el rimel hasta

Sin poder mirarte

- Han fallecido está mañana veintiséis personas en Madrid, por un escape de gas en una finca antigua. El edificio, situado en el centro de la ciudad, tenía una instalación de gas en condiciones austeras, según los técnicos que visitaron el siniestro.. La mayoría de los inquilinos eran fam… - Estoy harta de los noticieros. ¡Solo saben hablar de sucesos funestos! – exclamó Ana molesta mientras apagaba el televisor de la sala – Además, lo que menos quieren los pacientes de un hospital, es ver está morbosidad televisiva. Ya tenéis suficiente con tener que estar ingresados aquí tanto tiempo – dice la joven mientras se seca las lagrimas que afloran de sus verdosos ojos. - Tranquila Ana – dice su madre tumbada en una de las camas duras del hospital – a mí no me molesta nada – dice con una amplía sonrisa de oreja a oreja. - Quizás a ti no mama. Pero tú compañero de habitación querrá descansar y no ver esto a todas horas – dice Ana mientras señala al hombre, de unos treinta y pocos años,

La torre

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Jamás en la tierra existió un romance tal como el de Lilith y Sir Lorentz, por el cual, los escondidos límites del mundo, temblaron de auténtico pavor, en una guerra, en la que la sangre baño los eternos días, y el sabor amargo de la traición, quemo el corazón de la hermosa Lilith, más vulnerable de lo que ella creía. La pura pasión, el inimaginable desenfreno de los encuentros de los amantes, la asombrosa lujuria, el éxtasis extremo, el cautivador delirio, la efervescente fogosidad que hacía arder sus cuerpos, el majestuoso frenesí, el auténtico deseo, la traicionera lascivia, la sensualidad y el erotismo, carcomieron el alma de ambos condes, hasta no quedar cordura en ellos. Y después de infinitos días, arropado en los tiernos brazos de la salvaje condesa, sobre su dulce lecho, Sir Lorentz la abandonó, por el cuerpo, aún más joven y tierno, de la duquesa Úrsula. Al enterarse de tal noticia, Lilith, henchida de dolor y con el corazón caliente sobre sus manos, propago a todo su ejé

La tejedora

Deben de ser las nueve de la mañana, pues el sol ha salido, fuerte y brillante, hace un par de horas. La cabeza me da vueltas, siento que mi cuerpo está, terriblemente pesado y entumecido. Tengo la ropa húmeda y petrificada por la sal. Si extiendo una mano, puedo deslizar mis dedos sobre la fina arena. Mis labios están secos y salados, me cuesta abrir los ojos, mi pelo negro, enredado, en un desordenado moño. Se que me encuentro en una playa, por que escucho el rugido de las olas, golpeándose contra las alargadas rocas, y mis pies se mojan, con el agua helada, que llega a la orilla, sinuosa y espumosa. Como puedo me incorporo, apoyando mis débiles manos en la arena, y estas acaban hundiéndose, como en el pringoso barro, que surge en los jardines y parques, después de las largas lluvias de otoño. Miro el mar unos instantes, y me quedo cautivada por las cristalinas aguas de Tenerife, pero de nuevo pierdo la consciencia, cayendo como una ligera pluma, sobre una flor en la naciente primave

Hermanos

Mario, inspector de las fuerzas sublevadas españolas, siempre combatía desde su cómodo despacho, organizando a sus hombres y dándoles sus respectivas órdenes, sentado en su gran butacón de cuero marrón, detrás de una nube de pestilente humo gris. Sus manos jamás se mancharon en el campo de batalla, ni su vida corrió ningún peligro. Él observaba desde lejos, la guerra, con sus ojos llenos de fascinación, al sentir tan cerca la victoria que tanto ansiaba. La guerra estaba manchando de sangre la historia del país. Una lucha de ideales, dividía a España en dos grandes posturas: los republicanos y los nacionales. Y a principios de 1939, la guerra se acercaba a su concluyente ocaso, llena de terribles injusticias. Las ciudades estaban destruidas, las guardias ocupaban todas las calles, el hambre arrebataba las vidas de los más débiles, la libertad era inexistente, días y noches, bautizadas con el sonido de las balas y los gritos desesperados de sus victimas, la miseria y la muerte, fue el