Camisa negra
La camisa negra de Abel está colgada en la
ventana. Tiene un trabajo entre manos. Cuando Abel trabaja, en casa ajena,
tiene la costumbre de quitarse su camisa negra y colgarla a la vista de todos,
como su bandera. Además, de que es muy escrupuloso y no le gusta mancharse la
ropa de sangre, solo las manos.
- Vamos a jugar a un juego que seguro que ya
conoces. La ruleta rusa, te suena, ¿verdad Fred? – le pregunta mientras coloca una
bala, de cinco, en el revólver. Fred está amordazado a una silla de estructura
metálica. No para de sudar y se ha orinado encima - Aunque mi fama ya me precede, no soy tan mal
tipo como habrás oído por ahí, solo son rumores que trae consigo este humilde
oficio – sonríe abiertamente - Tampoco he arrancado un corazón de cuajo, con mis
manos desnudas, usé un bisturí para ello y no me lo comí, esas cosas no me van.
Eso, es más del estilo de Charly – aclara apuntando a la cabeza de Fred con el
arma. A ojos de Fred, esa enorme pistola la sostiene el diablo - ¿Quizás te
preguntes por que soy así? – dice retóricamente. Le encantan estos numeritos
antes de acabar con la faena – Pues no debe ser nada de mi infancia, pues fue
ideal, vivía en una enorme casa blanca, con porche, un perro, un gato, un
gorrión, incluso una iguana importada de Sudamérica. No tuve un mal padre, no
me pegaba ni bebía en exceso, mi madre era un encanto, cocinaba los fines de
semana pasteles y galletas, ¡la perfecta
ama de casa! – exclama alegremente recordando - amable con vecinos y amigos,
atenta y cariñosa con su hijo y servicial y, un tanto guarrilla, con su regordete
marido. Como ves, nada falla en mi infancia. Me emancipe a los diecisiete, y
tuve un delicioso año sabático en el que viaje por Europa, Asia y América
Latina. En Perú conocí a mi mujer, una diablesa en la cama, con piernas
interminables y curvas de infarto. Aunque lo que más me gusta de ella, es su
pelo negro azabache, como la noche en el Valle del Colca. ¿Y qué es lo que me a
hecho convertirme en esto?, un asesino cruel y despiadado. No lo se, supongo que
es el placer que siento al acabar con la vida de otro, con mis propias manos.
Esa es la única respuesta con la que te puedo obsequiar – dice mientras le da
vueltas al tambor de la pistola y le pega un tiro. No falla. Nunca falla. Sus
sesos calientes se pegan contra la pantalla del televisor. Recoge su camisa y
se marcha de la lúgubre sala.
Relato para el concurso La Gansgterada
Este ya lo habia leido, lo escribiste hace bastante tiempo :)
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