El ocaso del alba

Esto se ha acabado – le dice alzando la copa a modo de brindis. A él le cambia la cara por completo, desencajándose su mandíbula en una pose de lo más ridícula, con un espárrago entre los dientes, pero no se lo cree, piensa que es una broma de mal gusto, y más en un momento como ese, celebrando su cuarto año juntxs. Chocan las copas de vino, y el tintineo se le queda clavado en la cabeza.

- ¿Pero qué dices cariño? – dice molesto, nunca le han gustado las bromas, y menos así, de esa forma tan malévola.

- Pues que se ha acabado. ¡Salud! – dice ella alzando su copa hacía arriba, con una sonrisa de oreja a oreja, verdaderamente contenta. Le da un sorbo al vino y se relame los labios – Buah, riquísimo, debes de probarlo – le dice señalando la copa que él aún sostiene sobre sus manos tensamente.

- Pero que tonterías dices – le recrimina molesto - ¿A qué viene esto? – le pregunta inquieto.

- A que esto ha terminado y ya no tengo nada más que decir sobre ello. Esto tenía fecha de caducidad, pero yo no supe verlo. Ahora me doy cuenta. C'est fini!

- ¿Ahora? Se ha acabado sin ton ni son, ¿ahora? Mientras estamos celebrando nuestro aniversario, en tu restaurante favorito, con todos los detalles que a ti te gustan… ¿ahora? ¿de verdad? – le dice completamente incrédulo. Su jeta cada vez está más descolocada.

- Si, ahora mismo. Ha sido como un flash. Como, ¿de verdad quieres esto para ti? ¿le sigues queriendo a él? Pues no. Creo que te he dicho tantas veces que te quiero que ha perdido todo el sentido que pudieran tener esas dos palabras desde un principio.

- Claudia. Tranquila, medita tus palabras. De verdad. Te vas a arrepentir de la que dices – le dice él molesto, aguantando la compostura en ese elegante restaurante japonés.

- No tengo nada que meditar. No te quiero – le escupe las palabras con serenidad y total calma – Hace tiempo que no te quiero, pero no me daba cuenta. Amor de cuento, nos venden desde pequeñas. Todo de color rosa. Un príncipe y una princesa, y comieron perdices y fueron felices. ¡Ni un cojón! – dice ella de un grito. La gente se les queda mirando. Él le señale que se calme, que hay ojos por todas partes – Ves, eso jamás me ha gustado de ti. Siempre escondiéndote en tu pulcro caparazón. En el amor hay mierda, y si sale así, sale, sea como sea, huele – dice orgullosa.

- No te reconozco – le dice lastimero – Claudia, ¿hay  otro hombre? – le pregunta encolerizado. Ahora su cara, además de tener una pose patética, está roja, muy roja, y tensa, tan tensa que aunque le golpearan no le harían daño.

- ¿Es que siempre tiene que haber otro hombre? – le dice perpleja – Hombres en todas partes, mujeres también, algún que otro perro quizás… pero lo que pasa aquí es que no quiero estar contigo… ni por uno, ni por otra, ni por ese o esa cosa, ¿vale? No quiero estar contigo, ya no… - mira su copa vacía y coge la botella. Se pone el final de lo que queda, y orgullosa se lo bebe de golpe - ¿Pedimos postre? – le pregunta amable.

- Te odio, te odio Claudia – le dice muy enfadado.

- Tienes todo tu derecho, yo también te odio. Es curioso, dejas de querer a alguien y ese amor tierno, pasional, incluso incondicional que tenías se vuelve odio, un sentimiento de repulsión, asquete… sí, me das asco, eso es – le dice ella tan calmada.

- Esto es surrealista – dice él mirando hacía otro lado. Siente que todo el restaurante esta mirando cada uno de sus movimientos. Se tensa de nuevo. Respira con dificultad. Comienza a sudar.

- Camarero – grita ella – Postres – le dice a un camarero asiático muy atractivo. Él le asiente con la cabeza y ella le guiña un ojo juguetona.

- No me jodas, ¿ahora te van los chinos? – le suelta cabreado. Parece que en algún momento va a sacar espuma de su boca.

- Siempre me han gustado los asiáticos cariño. También los mulatos, los latinos, los americanos… que pasa, solo me pueden gustar los españoles de pura cepa, de esos con pelo en el pecho…

- ¿Qué van a tomar los señores? – pregunta el camarero – Tenemos flan de calatrava, buñuelos de calabaza con chocolate, flan de huevo, tarta casera de manzana, de chocolate y de caramelo, macedonia de fruta y sorbete de limón, recomendado por la casa a los enamorados – dice sonriente el delgaducho y alto camarero.

- Yo quiero un sorbete de limón – dice ella contenta.

- Yo nada, amarillo – recrimina él jodido.

- ¿Cómo dice señor? – le pregunta extrañado el camarero.

- Te ha llamado amarillo – dice ella jocosa.

- Señor, ese tipo de comportamiento no se toleran aquí – le dice amablemente - ¿Va a desear algo de postre el caballero?

- No, cretino. Y aléjate de mi novia, picha corta – le insulta enardecido.

- Señor, voy a tener que pedir que se marche de mi local.

- Ni de coña, pringao’ – le espeta sin pensarlo. El camarero llama a otro compañero y se retira. Aparece un hombre, que parece más un armario ropero, y se coloca frente a ellos.

- Salga del establecimiento señor – le dice muy serio, pero manteniendo la compostura, el restaurante esta a rebosar, y sí, ahora las miradas ya se dirigen a ellxs.

- Yo de aquí no me muevo. Ni tu ni nadie me mueve de aquí, ¡gilipollas! – grita como un energúmeno. El hombre-armario ropero le coge del pescuezo, como si fuera un pequeño gatito, y lo saca del establecimiento rechistando, gritando como un loco violento.

- Señorita, aquí tiene su sorbete – le dice el camarero a Claudia, que sigue sentada tranquilamente.

- Gracias, a su salud – le dice guiñándole de nuevo un ojo - ¡Por la libertad!

Comentarios

  1. Qué surrealista, me ha encantao' xD

    ResponderEliminar
  2. Que par de personajes molestos te has inventado y menuda situación mas incomoda, de verdad tenían que montar esa escena en un restaurante??

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

¿Qué hace un bolchevique cuando se zambulle en el Mar Rojo?

Ensoñación (anti)capitalista

Chicago en llamas