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Mostrando entradas de octubre, 2010

El náufrago

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Soy Roberto Páremo, farero de profesión, hace tanto tiempo, que ya no lo recuerdo. Me dirijo a ti para contarte mi historia, bueno, realmente la historia de un hijo que el mar parió, de sus entrañas saladas, y también me lo arrebato, poniendo fin a mis únicos sueños en mi vida. Cada día miro la playa, desde el viejo faro, y recuerdo el día en que encontré a Leonardo, así lo bautice, en un soleado domingo, cuando el sol se posaba sobre nuestras cabezas. En esa inolvidable mañana se oían las lindas gaviotas, tantísimas sobrevolaban el cielo, que espesaban el mismo aire, y nos empapaban con sus plumas olvidadas. La mañana estaba tan clara, como nunca lo había estado. El aíre era fresco y limpio, el mar tranquilo, después de la fatídica tormenta, y el cielo esponjoso, como en los sueños de un niño pequeño. Leonardo estaba boca abajo, con sus ropas andrajosas, sobre la fría arena, cerca de los calamos de mi preciosa playa, que yo custodiaba y custodio, hasta el último día de mi vida. S

Amigas

¡Uf! Que resaca tengo de la cena de ayer – piensa Mamen mientras se despereza en una cama desconocida por ella - ¿Dónde coño estoy? – grita histérica. Mira por debajo de las mantas, para asegurarse que está vestida, y pone cara de alivio al ver que lleva un pijama de lo más antierótico, de osos amorosos. - ¡Tesoro deja de gritar, que Ramón está dormido! – dice Pilar – es que llego está mañana a las 7.30. ¡Ya sabes como se pone Cuenca cuando hay fiestas!. Dice que ha tenido que tirar a la gente del pub, por que no se despegaban de las sillas. Bueno, vamos a desayunar rápido, que tenemos mucha prisa – dice Pilar mientras recoge la ropa del cuarto. - Bien mujer... espérate un momento que vaya al baño y me refresque un poco, que estoy algo desorientada – dice Mamen levantándose de la cama lentamente. Parece como si fuera a vomitar en cualquier momento. Mamen entra al baño. Se mira en el espejo con asombro. ¡Hacía años que no pillaba una tan buena!. El pelo alborotado, el rimel hasta

Sin poder mirarte

- Han fallecido está mañana veintiséis personas en Madrid, por un escape de gas en una finca antigua. El edificio, situado en el centro de la ciudad, tenía una instalación de gas en condiciones austeras, según los técnicos que visitaron el siniestro.. La mayoría de los inquilinos eran fam… - Estoy harta de los noticieros. ¡Solo saben hablar de sucesos funestos! – exclamó Ana molesta mientras apagaba el televisor de la sala – Además, lo que menos quieren los pacientes de un hospital, es ver está morbosidad televisiva. Ya tenéis suficiente con tener que estar ingresados aquí tanto tiempo – dice la joven mientras se seca las lagrimas que afloran de sus verdosos ojos. - Tranquila Ana – dice su madre tumbada en una de las camas duras del hospital – a mí no me molesta nada – dice con una amplía sonrisa de oreja a oreja. - Quizás a ti no mama. Pero tú compañero de habitación querrá descansar y no ver esto a todas horas – dice Ana mientras señala al hombre, de unos treinta y pocos años,

La torre

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Jamás en la tierra existió un romance tal como el de Lilith y Sir Lorentz, por el cual, los escondidos límites del mundo, temblaron de auténtico pavor, en una guerra, en la que la sangre baño los eternos días, y el sabor amargo de la traición, quemo el corazón de la hermosa Lilith, más vulnerable de lo que ella creía. La pura pasión, el inimaginable desenfreno de los encuentros de los amantes, la asombrosa lujuria, el éxtasis extremo, el cautivador delirio, la efervescente fogosidad que hacía arder sus cuerpos, el majestuoso frenesí, el auténtico deseo, la traicionera lascivia, la sensualidad y el erotismo, carcomieron el alma de ambos condes, hasta no quedar cordura en ellos. Y después de infinitos días, arropado en los tiernos brazos de la salvaje condesa, sobre su dulce lecho, Sir Lorentz la abandonó, por el cuerpo, aún más joven y tierno, de la duquesa Úrsula. Al enterarse de tal noticia, Lilith, henchida de dolor y con el corazón caliente sobre sus manos, propago a todo su ejé

La tejedora

Deben de ser las nueve de la mañana, pues el sol ha salido, fuerte y brillante, hace un par de horas. La cabeza me da vueltas, siento que mi cuerpo está, terriblemente pesado y entumecido. Tengo la ropa húmeda y petrificada por la sal. Si extiendo una mano, puedo deslizar mis dedos sobre la fina arena. Mis labios están secos y salados, me cuesta abrir los ojos, mi pelo negro, enredado, en un desordenado moño. Se que me encuentro en una playa, por que escucho el rugido de las olas, golpeándose contra las alargadas rocas, y mis pies se mojan, con el agua helada, que llega a la orilla, sinuosa y espumosa. Como puedo me incorporo, apoyando mis débiles manos en la arena, y estas acaban hundiéndose, como en el pringoso barro, que surge en los jardines y parques, después de las largas lluvias de otoño. Miro el mar unos instantes, y me quedo cautivada por las cristalinas aguas de Tenerife, pero de nuevo pierdo la consciencia, cayendo como una ligera pluma, sobre una flor en la naciente primave