Mario, inspector de las fuerzas sublevadas españolas, siempre combatía desde su cómodo despacho, organizando a sus hombres y dándoles sus respectivas órdenes, sentado en su gran butacón de cuero marrón, detrás de una nube de pestilente humo gris. Sus manos jamás se mancharon en el campo de batalla, ni su vida corrió ningún peligro. Él observaba desde lejos, la guerra, con sus ojos llenos de fascinación, al sentir tan cerca la victoria que tanto ansiaba. La guerra estaba manchando de sangre la historia del país. Una lucha de ideales, dividía a España en dos grandes posturas: los republicanos y los nacionales. Y a principios de 1939, la guerra se acercaba a su concluyente ocaso, llena de terribles injusticias. Las ciudades estaban destruidas, las guardias ocupaban todas las calles, el hambre arrebataba las vidas de los más débiles, la libertad era inexistente, días y noches, bautizadas con el sonido de las balas y los gritos desesperados de sus victimas, la miseria y la muerte, fue el
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