Hermanos
Mario, inspector de las fuerzas sublevadas españolas, siempre combatía desde su cómodo despacho, organizando a sus hombres y dándoles sus respectivas órdenes, sentado en su gran butacón de cuero marrón, detrás de una nube de pestilente humo gris. Sus manos jamás se mancharon en el campo de batalla, ni su vida corrió ningún peligro. Él observaba desde lejos, la guerra, con sus ojos llenos de fascinación, al sentir tan cerca la victoria que tanto ansiaba.
La guerra estaba manchando de sangre la historia del país. Una lucha de ideales, dividía a España en dos grandes posturas: los republicanos y los nacionales. Y a principios de 1939, la guerra se acercaba a su concluyente ocaso, llena de terribles injusticias. Las ciudades estaban destruidas, las guardias ocupaban todas las calles, el hambre arrebataba las vidas de los más débiles, la libertad era inexistente, días y noches, bautizadas con el sonido de las balas y los gritos desesperados de sus victimas, la miseria y la muerte, fue el aroma que baño a España durante demasiados años.
La luz se apagó para Gabriel, sargento de las fuerzas republicanas en Andalucía. Lo habían apresado, los nacionales, y se lo llevaron, junto a ellos, a un cuartel de seguridad de Madrid.
Lo encerraron, en una especie de zulo oscuro, durante tres días. Las paredes eran arenosas y estaban llenas de piedras afiladas. El suelo, puro barro húmedo, con ratas e insectos. Lo dejaron encarcelado, sin comida y agua, con el rostro envuelto en un saco marrón infecto, manos y pies atadas, y sin ningún tipo de comunicación. La desesperación lo estaba matando y sus fuerzas se agotaban rápidamente. Gabriel solo pensaba en sus hombres y en su amada familia. Llevaba meses sin ver el rostro de sus hijos y su alma se moría por abrazar a su esposa. No podía ni ponerse en pie, aunque lo intentaba con toda sus fuerzas, le era imposible. Y cuando lo conseguía, a ciegas, sosteniéndose en las afiladas rocas de la pared de la sala, los guardias que lo custodiaban, lo golpeaban, y volvía a caer al suelo.
Al pasar los días, lo llevaron a una “sala de interrogatorios”, a rastras, lleno de magulladuras, ubicada en uno de sus cuarteles centrales. En la sala solo había dos sillas, en bastante mal estado, una enfrente de la otra, y una pequeña mesa, situada en una esquina de la sala, con una montaña de papeles encima. Sentaron a Gabriel en una de esas sillas, y este se dejo caer sobre ella, como un peso muerto. Le quitaron la bolsa de la cabeza, y respiro profundamente, llenando de oxigeno sus pulmones fatigados, después de tres días, respirando los ácaros de la roída tela. Con el rostro cabizbajo y los ojos llorosos, comenzaron a interrogar al joven republicano.
Gabriel sello sus labios, con sangre y fuego, y no emitió ni un solo grito, mientras le aporreaban salvajemente, cuando le preguntaban por el paradero de sus hombres. La paciencia de sus verdugos se agotaba, y los golpes, cada vez eran más brutales. Como no soltaba ni prenda, llamaron a Mario, para que lo interrogara vilmente, pues este, siempre sonsacaba toda la información que ellos deseaban obtener, con sus perspicaces técnicas.
Mario entro en la sala, con sus andares superiores y escupió las sucias botas de Gabriel, a modo de presentación. Cogió, con sus esqueléticas manos, el rostro de Gabriel, clavándole sus finos dedos en el mentón, y le miro a la cara. Estupefacto, dio un salto hacía atrás, sin creer lo que sus ojos podían estar viendo en esos mimos momentos. El rostro de un fantasma pasado, que pensaba que jamás volvería a ver.
- ¿Hermano? – dijo atónito Mario - ¿Eres tú? – tartamudeaba incrédulo.
Gabriel, abrió los ojos como pudo, de los golpes que le habían dado, tenía el párpado del ojo derecho destrozado, un gran trozo de su piel le colgaba sobre el ojo. Tenía profundos hematomas en la cara y no conseguía dejar de escupir sangre. Tenía los labios secos, llenos de llagas, por la falta de agua, y le habían partido varios dientes. Además de todas las demás heridas que le habían ocasionado en el resto del cuerpo (una costilla y un brazo roto, y las piernas débiles como finos alambres).
- Mario… si soy yo – dijo con voz firme Gabriel mirando los verdosos ojos, del que ahora sentía, un traidor hermano.
- No puedo creer lo que mis ojos están viendo. ¿Por qué tienes que estar tú en está situación? – dijo con el corazón encogido, en una red de emoción.
- Por que los cerdos de tus hombres me han apresado, por que siguen las normas de mi propio hermano. Sangre de mi sangre. ¡Como eres capaz de hacer esto! – gritó furioso Gabriel – Estas traicionado todo lo que has sido en tú vida. Hijo de campesinos, descendiente de trabajadores, fieles ideales a la bandera tricolor – dijo con orgullo Gabriel.
- ¡Estúpido!. ¿Cómo eres tan imbécil de creer en la República?. ¡La mayor falacia de la historia! – exclamó alterado – Gabriel… más vale que nos digas el paradero de tus hombres, pues están amenazando con matar a madre – dijo angustiado Mario.
- Seguro que madre preferiría morir, antes que ver en lo que te has convertido – dijo Gabriel escupiendo más sangre al suelo.
Varios soldados entraron en la sala, y se dirigieron, directamente, a hablar con Mario. Uno de ellos le colocó de nuevo la bolsa a Gabriel en la cabeza y le puso su arma en la sien, para que se mantuviera quieto.
- Inspector… con todos mis respetos… pero va a necesitar ayuda para interrogar al sospechoso, ya que, evidentemente, solo no va a poder hacerlo – dijo el joven soldado con la cabeza gacha.
- ¡No!. Tú cállate. ¿Quién eres tú, pequeño piltrafilla, para aconsejar a tú inspector cualquier cosa? – gritó enfadado Mario, intentado recuperar su autoridad puesta en duda – Primero, se mira a los ojos a las personas, cuando uno intenta comunicarse con ellas y segundo, hay una jerarquía que debes respetar soldado.
- ¡Pero inspector! – exclamó el joven soldado - ¿No necesitará ayuda?.
- ¡Basta de impertinencias!. No quiero oír ni una queja más. No necesito ninguna ayuda. Aniquilare a este traidor a la patria con mis propias manos. Es una deshonra para el país y para mi familia, que este sucio bastardo tenga mi misma sangre. Es un trabajo que tengo que hacer yo solo – Mario cogió a Gabriel de las cuerdas que tenía atadas en sus manos y lo arrastró por el suelo. Gabriel gritaba y se retorcía en el suelo – no quiero que nadie salga del cuartel hasta que yo vuelva. ¡Es una orden! – gritó Mario – Y sus hombres caerán como moscas bajo mis ordenes, que nadie lo ponga en duda.
Todos los soldados lo miraron de forma sospechosa.
Mario arrastró, a toda prisa, a Gabriel por el cuartel. Lo llevaba a una zona segura, desierta, pues todos sus hombres se encontraban cumpliendo la orden de no salir del cuartel. Le quitó la bolsa de la cabeza, y este volvió a coger aire con fuerza, y cortó sus ataduras, de manos y pies, con una pequeña navaja que le regalo su padre, antes de morir. Le ofreció su mano para levantarse del suelo, y este la aceptó sin dudarlo en ningún momento. Los hermanos, frente a frente, se miran a los ojos, y se consumieron en un tierno abrazo, lleno de gratos recuerdos. Gabriel no podía creer lo que había echo su hermano por él, por este acto, lo más seguro es que lo mataran.
Sin decirse palabra alguna, Gabriel se marchó corriendo, escondiéndose detrás de los frondosos setos, y, en el último momento, se giró, mirándole de forma agradecida, y Mario se quedó paralizado, pensando en la victoria que tanto ansiaba, y que ahora tanto le repugnaba. No podía creer como una guerra había conseguido oponer hasta dos hermanos.
La guerra estaba manchando de sangre la historia del país. Una lucha de ideales, dividía a España en dos grandes posturas: los republicanos y los nacionales. Y a principios de 1939, la guerra se acercaba a su concluyente ocaso, llena de terribles injusticias. Las ciudades estaban destruidas, las guardias ocupaban todas las calles, el hambre arrebataba las vidas de los más débiles, la libertad era inexistente, días y noches, bautizadas con el sonido de las balas y los gritos desesperados de sus victimas, la miseria y la muerte, fue el aroma que baño a España durante demasiados años.
La luz se apagó para Gabriel, sargento de las fuerzas republicanas en Andalucía. Lo habían apresado, los nacionales, y se lo llevaron, junto a ellos, a un cuartel de seguridad de Madrid.
Lo encerraron, en una especie de zulo oscuro, durante tres días. Las paredes eran arenosas y estaban llenas de piedras afiladas. El suelo, puro barro húmedo, con ratas e insectos. Lo dejaron encarcelado, sin comida y agua, con el rostro envuelto en un saco marrón infecto, manos y pies atadas, y sin ningún tipo de comunicación. La desesperación lo estaba matando y sus fuerzas se agotaban rápidamente. Gabriel solo pensaba en sus hombres y en su amada familia. Llevaba meses sin ver el rostro de sus hijos y su alma se moría por abrazar a su esposa. No podía ni ponerse en pie, aunque lo intentaba con toda sus fuerzas, le era imposible. Y cuando lo conseguía, a ciegas, sosteniéndose en las afiladas rocas de la pared de la sala, los guardias que lo custodiaban, lo golpeaban, y volvía a caer al suelo.
Al pasar los días, lo llevaron a una “sala de interrogatorios”, a rastras, lleno de magulladuras, ubicada en uno de sus cuarteles centrales. En la sala solo había dos sillas, en bastante mal estado, una enfrente de la otra, y una pequeña mesa, situada en una esquina de la sala, con una montaña de papeles encima. Sentaron a Gabriel en una de esas sillas, y este se dejo caer sobre ella, como un peso muerto. Le quitaron la bolsa de la cabeza, y respiro profundamente, llenando de oxigeno sus pulmones fatigados, después de tres días, respirando los ácaros de la roída tela. Con el rostro cabizbajo y los ojos llorosos, comenzaron a interrogar al joven republicano.
Gabriel sello sus labios, con sangre y fuego, y no emitió ni un solo grito, mientras le aporreaban salvajemente, cuando le preguntaban por el paradero de sus hombres. La paciencia de sus verdugos se agotaba, y los golpes, cada vez eran más brutales. Como no soltaba ni prenda, llamaron a Mario, para que lo interrogara vilmente, pues este, siempre sonsacaba toda la información que ellos deseaban obtener, con sus perspicaces técnicas.
Mario entro en la sala, con sus andares superiores y escupió las sucias botas de Gabriel, a modo de presentación. Cogió, con sus esqueléticas manos, el rostro de Gabriel, clavándole sus finos dedos en el mentón, y le miro a la cara. Estupefacto, dio un salto hacía atrás, sin creer lo que sus ojos podían estar viendo en esos mimos momentos. El rostro de un fantasma pasado, que pensaba que jamás volvería a ver.
- ¿Hermano? – dijo atónito Mario - ¿Eres tú? – tartamudeaba incrédulo.
Gabriel, abrió los ojos como pudo, de los golpes que le habían dado, tenía el párpado del ojo derecho destrozado, un gran trozo de su piel le colgaba sobre el ojo. Tenía profundos hematomas en la cara y no conseguía dejar de escupir sangre. Tenía los labios secos, llenos de llagas, por la falta de agua, y le habían partido varios dientes. Además de todas las demás heridas que le habían ocasionado en el resto del cuerpo (una costilla y un brazo roto, y las piernas débiles como finos alambres).
- Mario… si soy yo – dijo con voz firme Gabriel mirando los verdosos ojos, del que ahora sentía, un traidor hermano.
- No puedo creer lo que mis ojos están viendo. ¿Por qué tienes que estar tú en está situación? – dijo con el corazón encogido, en una red de emoción.
- Por que los cerdos de tus hombres me han apresado, por que siguen las normas de mi propio hermano. Sangre de mi sangre. ¡Como eres capaz de hacer esto! – gritó furioso Gabriel – Estas traicionado todo lo que has sido en tú vida. Hijo de campesinos, descendiente de trabajadores, fieles ideales a la bandera tricolor – dijo con orgullo Gabriel.
- ¡Estúpido!. ¿Cómo eres tan imbécil de creer en la República?. ¡La mayor falacia de la historia! – exclamó alterado – Gabriel… más vale que nos digas el paradero de tus hombres, pues están amenazando con matar a madre – dijo angustiado Mario.
- Seguro que madre preferiría morir, antes que ver en lo que te has convertido – dijo Gabriel escupiendo más sangre al suelo.
Varios soldados entraron en la sala, y se dirigieron, directamente, a hablar con Mario. Uno de ellos le colocó de nuevo la bolsa a Gabriel en la cabeza y le puso su arma en la sien, para que se mantuviera quieto.
- Inspector… con todos mis respetos… pero va a necesitar ayuda para interrogar al sospechoso, ya que, evidentemente, solo no va a poder hacerlo – dijo el joven soldado con la cabeza gacha.
- ¡No!. Tú cállate. ¿Quién eres tú, pequeño piltrafilla, para aconsejar a tú inspector cualquier cosa? – gritó enfadado Mario, intentado recuperar su autoridad puesta en duda – Primero, se mira a los ojos a las personas, cuando uno intenta comunicarse con ellas y segundo, hay una jerarquía que debes respetar soldado.
- ¡Pero inspector! – exclamó el joven soldado - ¿No necesitará ayuda?.
- ¡Basta de impertinencias!. No quiero oír ni una queja más. No necesito ninguna ayuda. Aniquilare a este traidor a la patria con mis propias manos. Es una deshonra para el país y para mi familia, que este sucio bastardo tenga mi misma sangre. Es un trabajo que tengo que hacer yo solo – Mario cogió a Gabriel de las cuerdas que tenía atadas en sus manos y lo arrastró por el suelo. Gabriel gritaba y se retorcía en el suelo – no quiero que nadie salga del cuartel hasta que yo vuelva. ¡Es una orden! – gritó Mario – Y sus hombres caerán como moscas bajo mis ordenes, que nadie lo ponga en duda.
Todos los soldados lo miraron de forma sospechosa.
Mario arrastró, a toda prisa, a Gabriel por el cuartel. Lo llevaba a una zona segura, desierta, pues todos sus hombres se encontraban cumpliendo la orden de no salir del cuartel. Le quitó la bolsa de la cabeza, y este volvió a coger aire con fuerza, y cortó sus ataduras, de manos y pies, con una pequeña navaja que le regalo su padre, antes de morir. Le ofreció su mano para levantarse del suelo, y este la aceptó sin dudarlo en ningún momento. Los hermanos, frente a frente, se miran a los ojos, y se consumieron en un tierno abrazo, lleno de gratos recuerdos. Gabriel no podía creer lo que había echo su hermano por él, por este acto, lo más seguro es que lo mataran.
Sin decirse palabra alguna, Gabriel se marchó corriendo, escondiéndose detrás de los frondosos setos, y, en el último momento, se giró, mirándole de forma agradecida, y Mario se quedó paralizado, pensando en la victoria que tanto ansiaba, y que ahora tanto le repugnaba. No podía creer como una guerra había conseguido oponer hasta dos hermanos.
ohhh!! q bonito!! el amor fraternal jejeje
ResponderEliminarpues me a gustado muxo como as descrito la situacion
aunq lo que me a gustado es q no as matado al protagonista jejeje
muy bien
pos no se me ocurre nada mas
sigue asi
Hola! Cuanto tiempo!
ResponderEliminarNos has tenido mucho tiempo sin una de tus historias, menos mal que al fin nos sorprendes con una nueva y esta vez ambientada en la guerra civil española y sin matar al protagonista jeje.
Me ha encantado, sobretodo la inesperada situación entre los hermanos y el final, que siendo tú imaginaba que Marcos no acabaría ayudando a su hermano, te felicito!
Sigue así, un beso!
Holaa
ResponderEliminarEsta historia es diferente a las que he sólido leer tuyas, ya se que hace tiempo que no leeo :) pero me ha gustado.
Sigue escribiendo que lo haces muy bien :D
Te quierooooo
(gdg dfgd)
¡Eh! Un relato ubicado en la Guerra Civil; guai, guai ^^
ResponderEliminarEstá bien, es raro no ver que no te lo vas ha cepillar en la historia y después del relato de las hermanas psicoenvidiosas, el de los hermanos que aún teniendo graaaandes diferencias políticas y viviendo el mundo desde diferentes bandos se quieren está muuuy bien =D
No voy a entrar más a fondo porque sino pegaría un discurso histórico que no hace falta ^^... Bueno, sí, solo decirte que "republicanos" había pocos (quiero decir; gente que luchaba verdaderamente por la República). Se podrían llamar más "antifascistas" y blablabla
Por cierto, gracias por el comentario =) si no fuera por ti me suicidaría y abandonaría los blogs ^^ *flores y flores para Esther*
Hola!
ResponderEliminarGracias por tus comentarios, siempre que entro al blog tengo la esperanza de leer alguna opinión, sobretodo la tuya.
Últimamente no te pasas mucho por aqui, ni nos sorprendes con nuevas historias, he llegado a pensar que alomejor habías abandonado ya esto de escribir...jeje espero que no :D
A ver si nos sorprendes pronto con alguna de tus historias, y por cierto, me ha surgido una pregunta curiosa, ¿algún relato de los que has escrito te has inspirado en alguna experiencia tuya o siempre te los inventas?
Un beso y hasta pronto!